Viaje a un cuadro: 'Bodegón con flores', de Clara Peeters

Un jarrón con flores, pastas, frutos secos, una jarra y una copa dorada.

'Bodegón con flores', de Clara Peeters

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Los bodegones ofrecen una ventana a la geografía de los objetos. El paisaje adquiere sentido en la sintonía entre el cristal y la cerámica, los narcisos y las peonías, el vino rosado y el azúcar.

Clara Peeters cultivó una puesta en escena sobria. No sabemos nada de su biografía salvo que trabajó en Amberes durante la primera mitad del siglo XVII. El cuchillo de plata con su nombre que aparece en algunas de sus imágenes indica que estaba casada. Solía ser un regalo de boda.

Utilizó este cubierto como firma. Su conciencia, no solo de artista, sino de mujer artista, le llevó a introducir su retrato en sus obras. En este bodegón del Museo del Prado, además de la inscripción tallada en el lateral de la mesa, Clara aparece en siete reflejos a modo de espejo.

Ejemplo del cuchillo de plata con el que firmaba sus obras

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Las mujeres que accedían a la pintura, o bien eran hijas de un artista relevante, en cuyo caso tenían acceso a un taller y a una clientela, o gozaban de una posición que les permitía contratar los servicios de un tutor. Su práctica estaba sujeta a los límites de lo doméstico. Esta condición excluía áreas esenciales de aprendizaje, como el dibujo anatómico a partir de modelos desnudos.

“Si el artista no es experto en figuras e historias, puede pintar animales, cocinas, frutas, flores”, sugería el pintor e historiador Karel van Mander. Francisco Pacheco, maestro de Velázquez, afirmó que “era más fácil representar peces y aves muertos que vivos, por la necesidad de conseguir que los movimientos de estos últimos pareciesen naturales.”

El bodegón, considerado un género secundario, permitía la ausencia de modelos y no exigía contactos inapropiados. Peeters se abrió paso entre la competencia y creó un próspero taller. Sus obras fueron adquiridas por uno de los mayores coleccionistas de Flandes, el marqués de Leganés, y llegaron a la colección real española.

Desde la mirada actual, es difícil valorar la innovación que suponía el realismo en la representación de los objetos. En el Renacimiento, la idea era el centro de la creación. El naturalismo nació en el siglo XVII como una forma de acercar al observador desde lo cotidiano, incluso desde lo vulgar.

Esta forma de ver adquirió un nuevo sentido en los bodegones. En algunos casos la intención de mostrar la caducidad de lo efímero es evidente: las flores se marchitan, la carne se pudre. Todo es vanidad. Sin embargo, tanto en el caso de Clara Peeters como en muchos de sus contemporáneos, la realidad se impone más allá, o más acá, de su significado. En sus obras se afirma la materia. Una materia que es deseable en sí misma.

Solo la nobleza y la alta burguesía tenían acceso a las piezas que aparecen en la imagen del Museo del Prado. El jarrón de loza de Siegburg, la copa de plata dorada, la fuente de Faenza, la jarra y el plato de peltre (aleación de estaño, cobre y plomo) y la copa que imita los modelos venecianos, eran productos de lujo. El azúcar no estaba al alcance de la clase humilde. Las pasas, los higos secos y las almendras se importaban de España. La potencia dominante imponía la moda tanto en el atuendo como en la mesa.

La escena nos lleva al postre que cierra el almuerzo de un próspero mercader de Amberes. La sobriedad realza el brillo de la plata dorada y el cristal. Un pretzel mordisqueado señala el instante.

Peeters inserta su autorretrato como muestra de su virtuosismo. La pintora aparece reflejada en cuatro puntos de la jarra de peltre y en los tres óvalos de la copa dorada. Va vestida a la manera urbana: con cuello de encaje y un tocado. En su mano, una paleta, quizás un pincel.

Posible autorretrato de Clara Peeters

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